CASA
Nuestra lengua es el lugar
donde acontecen los padres.
Aunque nadie ya me llame
zagalica o xiqueta,
hay infancia en mi decir,
hay puntos ciegos
que escapan a su habla,
que es la mía.
Un negro callar de lo íntimo,
del hacer del cuerpo y su quebradura.
Un círculo que aislaba mi casa
de todas las casas,
mi lengua de todas las lenguas.
La maternal convicción
de que el tesoro de lo privado
se guarda en silencio.
“Hija, baja las persianas
y corre, del todo, las cortinas.
A nadie le interesa lo que ocurre
en esta casa”.
Los padres, cuyas bocas crearon el mundo,
no me dieron palabras para nombrar eso.
Desde entonces, su ausencia refulge
como el brillo defectuoso
de la sonrisa mellada de la niñez.
Ahora, suscribo con horror que las madres,
aunque nos aman, se equivocan.
Y me convenzo de que alguien
debe saber lo que ocurre en esta casa,
sospechosamente parecida
a aquella casa.
…
LA PALABRA DESPECHO
La palabra despecho constituye
un éxito del lenguaje
-y el lenguaje siempre es patrimonio del opresor-.
La palabra despecho desactiva
todo discurso, anula cualquier
fisura. Convierte en indecible
la quemazón que origina la cuerda.
La palabra despecho produce Casandras,
dibuja márgenes, construye afueras
donde replegarse, rincones de pensar
que nos convenzan de que todo era válido
durante la guerra pero la guerra ha acabado.
El lenguaje nos niega la rabia del vencido,
condenándonos al llanto blando de la pérdida,
borrando cuidadosamente cada uno
de los trazos infringidos sobre el cuerpo-alfabeto
de mi lengua.
La palabra despecho no me deja decir
la palabra víctima.