No busques debajo de la cama.
Ahí no hay cuchillos, ni ropa sucia,
ni gato agazapado.
Si enciendo la luz verás que todo desparece.
Que no hay nada en esta habitación abandonada.
No queda nadie, ni siquiera nosotros.
Ninguna de las sombras
de lo que fuimos.
El perdón tampoco está.
Ni el tuyo, ni el mío
y este silencio, te juro,
no lo elijo.
De nuestra cama saldremos
en cuclillas,
así la iremos despidiendo.
Nos arrastraremos por cocina,
el baño y el comedor.
Vamos a deslizarnos
sobre el vómito liberador
de este sinceramiento,
porque las verdades
siempre se dicen al final,
cuando ya no sirven para nada.
Dejaremos abierta
la puerta de entrada
porque no vamos a volver.
Lo sabemos.
Muy pronto acá quedará
un vacío infinito
sobre una estructura edilicia bien iluminada
en un barrio bello del centro
que, muy pronto, olvidaremos
dónde queda.
Será cruzando el jardín
cuando nos miremos a los ojos
por primera vez en mucho tiempo.
Nos reconoceremos en el pasto
y en todas las plantas que no se nos murieron.
Vamos a despedirnos
con el adiós en abstinencia,
la boca sin verbo, la piel asustada.
Acá, en esta caverna inalámbrica dejaremos el plural,
el alma, las promesas incumplidas.
Todas las que nos hicimos.
Todas las promesas.
Dejaremos, también, el tedio mortal
tirado en la cama que solo ensuciamos y humedecimos
pensando en otras personas.
No importa el desorden,
no importa que se arrugue;
no vamos a volver.
Darse cuenta
es sin retorno.