Practicar el afecto a uno mismo es algo que con los años se nos va olvidando. Pero todos hemos besado alguna vez un espejo. Esta huella de carmín es de Inés. Cuando me he encontrado con ello, me ha enternecido su acto. Me ha gustado que experimente el propio cariño. Que lo busque. Me la he imaginado pintándose los labios con el mismo mimo con el que colorea en un papel, acercándose al espejo, intentando comprender qué hay detrás de lo que quiere hacer, lanzándose despacio a su propio encuentro y descubriendo la decepcionante frialdad del cristal, la superficie pulida y limpia, nada excitante, del espejo.
Esa quizá es la primera frustración, ¿no? Resolver que sin los otros no somos nada. Que no nos valemos por nosotros mismos para existir. Que son los demás los que nos configuran y que el propio reflejo es solo una imagen vacua y estéril. Heladora. Sin alma.
Sin embargo cuando me he acercado y he tocado apenas los restos de su afecto con la yema de mis dedos, he sentido el calor de su amor por toda la mano.