Qué piedad en los sueños. Esta noche
volviste a estar aquí, en la luz de la vida,
aunque dicen que nadie de donde estás regresa.
Sí, volviste, muchacha maravillosa, y yo
doy fe de haber estado contigo, de una forma
natural, verdadera, como tantas
y tantas veces en los viejos días.
No hay mentira en los sueños, ni atrapan nuestras manos
vientos mientras suceden: le suman al vivir
un vivir muy profundo.
Te vi de nuevo niña, allí, en Las Lomas,
en el fulgor hermoso de un verano
familiar, cuando estaban nuestros mayores vivos
y se escuchaban risas y cigarras
en la casa y el huerto.
Y simultáneamente también iba a tu lado
andando por las calles de Lisboa,
con Marili y Joaquín, todos tan jóvenes.
El gran río pasaba, y no advertíamos,
a través de la dicha,
su lento discurrir vertiginoso.
Y en el caleidoscopio del soñar
mis ojos te encontraron,
sin transición ninguna y sin mudanza apenas,
en una imagen íntima
de tu casa de Murcia, en Santo Ángel,
ya en tus últimos años, junto a tu hija. Hablabais
de vuestras cosas dentro del amparo
de una mañana quieta, y la besabas,
y pasabas tu mano por su pelo.
Las escenas soñadas, tan distantes
en el tiempo entre sí,
estaban como unidas en un momento único
por tu limpia sonrisa y la viveza
de tus ojos oscuros.
Y luego, poco a poco,
comencé a despertar. Tú fuiste retirándote
de nuevo hacia tu muerte, muy plácida y conforme,
e igual que siempre aún me sonreías
desde el final del sueño.