¿Quién es ese?
preguntan mis amigos
señalando la foto
del hombre en mi escritorio,
colocada entre Salvador Allende y Ángela Davis.
Yo respondo:
Mi padre. Muerto.
Y nadie vuelve a preguntar.
¿Quién eres?
Le pregunto a ese hombre
quien nunca sonríe
ni siquiera en la foto del pasaporte
y me mira sobre el hombro
como si saludara a un desconocido.
Hijo de campesinos, uno de doce,
a los once dejó la escuela;
donde había aprendido,
a mirar hacia arriba
con la cabeza gacha,
encorvado,
como un obrero sobre una máquina
o un soldado
obligado a luchar contra Rojos.
Después de todo fue otro tiempo:
creía que no lo entendía.
Pero continúa
Como un obrero en la máquina
como un padre de familia
y el domingo en la iglesia
gracias a su mujer
y a la gente del pueblo.
Yo lo odiaba.
Y por las tardes,
cuando volvía a casa de la fábrica
le gritaba en su cara
palabras en latín y en inglés.
En la mesa de mis profesores,
mientras el té caía de mis manos temblorosas
sobre mis rodillas
hacía chistes sobre las patas
que olían a aceite de maquinas.
Fue difícil cambiar de opinión.
Fue difícil entender
que quería amarlo
hasta la muerte
de todos los culpables
de su vida
y mi odio.
A veces,
la manta ya estaba
sobre sus rodillas
en la silla de ruedas,
tomaba mi mano
y la medía con sus dedos y con su mirada,
luego me preguntaba,
cómo quiero hacer
un mundo nuevo.
Contigo,
Dije
Con mi puño
recogido en el suyo
Luego hacíamos del tiempo una cosa nuestra
y le contaba cómo una sexta parte
del mundo ya era roja
y él valoraba
cada parte una por una
metódicamente.
¿Quién es ese?
Preguntaban mis amigos
y yo digo:
uno de nosotros.
solo el fotógrafo
olvidó que él me mira y sonríe.