No existen, lo sé.
Sé perfectamente que no existen.
Mis poemas
de amor
a la naturaleza
no están hechos de papel;
porque vuelco todo ese cariño
en una botella
hasta llenarla
y enviar el mensaje al mar.
Así que tiro de la cisterna
una vez de cada tres, entonces
doy al planeta (y a mi bolsillo)
un breve respiro de 2000 mililitros,
gracias a que quizá, el baño
está ocupado
por unos compañeros de piso, a los que
no acabo de poner cara
porque hacen voto de silencio
según una religión, que desconozco
y sólo reservan sus palabras
para hablar siempre de cosas
que no existen, pero
que nunca son poemas.
Nunca son poemas.
Poemas, (por ejemplo)
sobre ahorrar voz
o derrochar líquidos.
Nunca son algo más allá que siluetas.
A pesar del lúgubre pasillo vacío
no aparentan maldad, mas allá de esa
que veo en sus huellas sobre la porcelana.
Sé perfectamente que no existen, pero
están en mayoría y quizá
quien no exista sea yo,
o peor aún este amago de poema.