¡Cómo olvidar la casa de mis padres!
El naranjo -¿o era un limonero?- en la entrada,
la gran puerta de hierro -¿o era de madera?-,
el timbre anónimo que jamás funcionó,
las ventanas blancas -¿o eran tirando a gris?-,
las paredes, el techo, el suelo, ay, el suelo, el balcón,
los arañazos de las palomas en las verjas.
Cómo olvidar las distancias entre las muebles
y los ruidos escondidos,
el altillo -¿teníamos altillo?- con los adornos navideños,
la bodega -pero, ¿teníamos bodega?- con los vinos
que no bebimos y se pusieron amargos,
el jardín -pero, ¿teníamos jardín?- con el papagayo
que enterramos un mediodía.
Cómo, entonces, olvidar el olor a mi madre -¿o a quemado?-
en la cocina, con la nevera que asustaba a la gata negra,
la nevera que como todas las neveras
estaba caliente por detrás.
Y, al fin, cómo olvidar el parvulario de enfrente,
¿o era un cementerio?