A mi hermana
le crecían nubes en las uñas
cuando el carnaval se acercaba
al tumulto de las siestas.
Ella conjuraba el agua
para que las ondinas expresaran
su contento desde el aire
que chicoteaba la ventana
para asustar a los duendes
arañadores de techos
y de tejas.
Yo me escapaba con los duendes
porque aborrecía
que las ondinas
me lamieran los huesos con sus lenguas de agua,
porque aborrecía el sudor de boca
que reverberaba en las sombras
escalofriándome el ánimo.
Al instante
mi hermana se enojaba
y un duende arrepentido
resbalaba en el llanto
y el rito se cumplía
por el carnaval atrapado en las lágrimas,
por las ondinas graciosas
transparentadas en sol
que acariciaban la nostalgia de la brisa.
A las siete de la tarde
ya estábamos adentro, merendando,
imaginando el destierro
del patio y de sus seres, del carnaval
y el momento amenazante del olvido
que se cernía sobre la ciudad
como la certeza de la noche.